La URSS
Hay algo romántico en la caída de la URSS. Algo de causa perdida que a uno lo termina enamorando, como la chica que finalmente nunca, nunca nos dio bola. Mi segunda infancia, aquella que arrancó cuando ya la percepción del mundo se ensancha y la realidad empieza a ser más compleja, se expandió en plena Perestroika. Gorbachov, el Muro de Berlín, las Alemanias reunificadas, eran moneda corriente en mis tiernos 5, 6 años.
Nota aparte: El espantoso hit “Gorbachov es Perestroika” de Locomía que sonaba sin parar. A ese nivel la incipiente maquinaria trash del capitalismo con el pito duro de vencedor nos metía en la cabeza el meneado “fin de la historia” que contaba Fukuyama. Para mí, Fukuyama escribió ese libro escuchando en loop esa basura de los Locomía.
Italia ‘90
Fue el primer Mundial de mi generación, los treintañeros que, mala suerte, vivimos el de México ´86 con el mejor Maradona de la historia a upa de papá y mamá y no recordamos absolutamente nada de esa gloriosa Selección. Y justamente por ser el primer Mundial que recordamos con claridad, lo consideramos el mejor. Desde la ceremonia inaugural con esa pelota gigante llena de flores hasta la final con el penal de Brehme, que todavía cuando veo la repetición creo que Goycochea lo va a poder tapar, pasando por las selecciones de países que ya no existen (Yugoslavia, Checoslovaquia, la propia URSS), el Camerún del fantástico Roger Milla, la Colombia de Higuita y Valderrama, los goles de Totó Schillaci, el talento de Gascoigne.
Y nuestra Selección. Toda rota, hecha mierda, plagada de viejos cansados y jugadores falopa. Sin Valdano, con Maradona en una pata, Ruggeri destruido. Pero con el Cani (el “Hijo del viento”) y sus goles a Brasil e Italia, los penales del Goyco, Bilardo y el bidón de Branco, el Diego llorando en el Olímpico mientras Alemania levantaba la Copa…
Y, por supuesto, capítulo aparte: La canción del Mundial. Las noches mágicas de un'estate italiana, una canción épica, rockera, la soberbia despedida de los 80s que le cedían el trono a una nueva década que no iba a estar a su altura, los gritos de Gianna Nannini, la guitarra de Edoardo Bennato. Todo.
Alf
Fue La serie de la infancia. Lo tenía todo: un extraterrestre que parecía el perro que siempre quisimos tener: charlatán, piola, medio anarquista, caradura y amigo fiel. La moralina yanqui medio infumable de cada capítulo no la notamos hasta más grandes, cuando veíamos las eternas repeticiones. En algún momento algo les pasó a los canales argentinos que les pareció que ya Alf no daba como lata tapa-agujeros en la programación. Los mismos canales que tienen la cara lo suficientemente dura para seguir gastando archivos del Chavo del 8 o, incluso del Zorro (el Zorro!!!), dejaron a Alf afuera del imaginario de un montón de generaciones de pibes que creen que los extraterrestres seguro son todos malos, o en realidad ni se preocupan de si existen o no, les importan más los vampiros adolescentes o los zombies. A mí, aun hoy, dame a Alf.
George Harrison
Es mi beatle preferido. Por su perfil bajo, porque se mantuvo un poco afuera de la guerra de egos de Lennon y Mac Cartney, porque siempre lucía como atormentado pero en búsqueda, tenía una sensibilidad especial y a mí me daba como una imagen de fragilidad, de hombre de cristal que se podía romper en cualquier momento. Y se rompió. A veces pienso en que nunca nunca nunca voy a poder ver a los Beatles juntos en vivo y siento como una picadura de mosquito en el corazón.
El Newell’s del Tata
Con el Tata, ir a la cancha a ver a Newell’s era como ir al teatro. (Casi) nunca defraudaba. Nos hizo volver a creer en que el fútbol es más que un deporte, es un hecho artístico, una especie de obra colectiva en permanente creación. Pero además había algo paternal en la figura de Martino. Cuando él llegó el club estaba al borde del descenso. De todos los descensos posibles como institución. Y le puso el hombro, se jugó los pergaminos. Primero fue el salvador. Cuando el promedio asustaba, mirábamos al banco y ahí estaba papá Tata, con el que nada malo nos podía pasar. Después, en la versión 2013, fue el imbatible, el equipo que olía a campeón. Recuerdo tardes y noches inolvidables. Especialmente los penales interminables con Boca con el corazón en la mano. Y la goleada a Unión con una niebla que no nos dejaba ver los goles. Y la vuelta olímpica en aquella tarde de junio. Y la caravana por Pellegrini hasta el Monumento borrachos de alcohol y también de gloria. Y la última exhibición en nuestro teatro: el 2 a 0 al Mineiro en una noche en que hasta al fútbol se le cayeron las lágrimas. Imposible olvidar al Tata…





No hay comentarios:
Publicar un comentario